Un
jugador empuja a otro a un suelo con calvas marrones pero no hay pitos ni
pañuelos blancos. Todo lo contrario, manos que se chocan, risas cómplices y piernas
desnudas. En ese campo no hay tribus ni razas. En ese campo: las mismas reglas,
las mismas celebraciones y la misma agua para aclarar los restos de lodo.
No
hay gradas, ni seguidores fanáticos, tan sólo un perro abandonado y un guarda
de seguridad que se carcajea al ver el espectáculo. Goles que se celebran con
el equipo y el contrincante. Victorias que saben a amigos, aplausos y sal. Un
terreno de juego donde el fútbol es una excusa y poco más.
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